jueves, 24 de febrero de 2011

Cada mochuelo a su olivo

De niña vivía con miedo.
Caminaba intentando no pesar, con los empeines hacia arriba y el cuerpo en tensión para no hacer ruido mientras, los tacones de mi madre resonaban en el adoquinado con un ritmo tan torpemente demoledor que hace poco, me lo tropecé en mis pisadas.
Las monjas nos solían sentar en orden alfabético en las aulas y mi apellido, Rubio, me colocaba en una posición de camuflaje que las buenas notas delataban. No quería oír mi nombre en la boca de la profesora, no quería salir a la pizarra, no quería que supieran de mí. En mi interior, una vocecilla me pedía que dejase de hacer, que me permitiera ahogarme en la inmensa mayoría
Sólo deseaba que me dejasen en paz. Tanta paz lleves como aquí dejas, dice el refrán.
A mí me dejaban miedo. Yo creo que nunca fui niña. Creo que siempre fui un mochuelo.
Aguardaba sobre mi rama, silente como un espectro, con los ojos fijos, inquieto corazón de ave anhelando su noche, su momento.
No sé cuándo pasé de ser una criatura que cantaba a todas horas, la típica atracción para adultos a una niña que callaba, la rara niña inexistente.
El miedo me transformó. No hay voz que no se quiebre con el miedo, ni cuerpo que no se encoja ante el peligro.
De adolescente, el miedo ya se había acomodado en mí. Se había adherido a mi piel como un plumaje suave y aislante. Me reventaba por dentro. Podías golpearme, no podías dejarme de querer.
Por ello, para evitar el NO, para que no valoraras a cualquiera por encima de mi mirada amarilla y redonda podía soportar el abuso, el manoseo del cuerpo, podía empatizar con mi primer amor, interesado en usar mis sentimientos como vendaje para sus carencias.
Y seguía sintiendo miedo. Miedo a que me miren, miedo a que no me miren y dejar de existir, miedo al contacto o al excesivo contacto que borre mis huellas dactilares. Miedo a no ser lo suficientemente buena en nada ni tan genial en algo que pase por desquiciada.
Miedo a comenzar a querer y a dejar de querer.
Hace poco más de un año, mi amiga Vanesa me preguntó qué sucedería si perdiese el miedo. Qué ocuparía su lugar. Y reí, reí ante la obviedad más obvia. Lo llenaría yo, quise decirle; no sé, sólo le dije.
Algo me hizo click y desencadenó mi ruptura.

He pasado a una juventud que comienza a ponerse en tela de juicio; al menos para los anuncios de cosméticos. No temo el daño físico, podría trabajar abrillantando tiburones o peleando en un corral de apuestas. Aún temo otro tipo de daño. 
Y sigo sobre esta rama. Anochece.
Leo la noticia de que los mochuelos van a extinguirse. Y me siento un poco acorralada, me pregunto si debería mantener el miedo ahora que comienzo a llamar a las cosas por su nombre, ahora que hablo de maltrato, de abuso, de cobardía, de talento, de furia, de deseo... ahora que me borbotean las palabras en la garganta.   
Aguarden a la mañana, he de volar.


 

1 comentarios:

fpt dijo...

Vaya puñetazo en el corazón que me acabas de dar, hermana. Diría que esto es un monólogo maravilloso para teatro, pero es mucho más que eso.

¿Miedo, dices?

Pues permíteme que clave mi castaño oscuro en tu mirada amarilla para decirte que eres una de las mujeres más valientes que conozco. Aunque tú no lo creas.

Sí, llama a las cosas por su nombre.

Crisálida.